Una vez más Frontón México es la locación de Impact Wrestling; todos somos parte del espectáculo. El público se pone de pie en la arena y grita a coro «¡Es-to-es-lu-cha!».
En la cultura mexicana, la lucha libre es popular, mítica, colorida y kitsch. También es femenina, transgresora y catártica; y, aunque está llena de estereotipos, los rompe: aquí hasta la celulitis vende.
La lucha es extravagante y nos demuestra que las apariencias engañan. ¿Cómo, ése que tiene panza, con la mayor facilidad del mundo, se quita los kilos de encima, para hacernos disfrutar a cabalidad con la agilidad de sus acrobacias y saltos aéreos? Ni la abuelita de Batman.
Entre teatro, maroma y circo, los luchadores saben que cumplieron su cometido cuando el público se avienta un «quien vive» de «dimes y diretes». Cada grito tiene una carga de frustración inusitada que refleja la paradójica realidad de nuestras calles.
En la arena, el público y los luchadores sean rudos o técnicos; enmascarados o a cabellera, saben que el credo, la afiliación, el género y la edad son indistintos. En México, la tradición de la lucha libre se trae en la sangre; y el espectáculo se vende sólo.
Tercera llamada: ¡Comenzamos!
¿Por qué a Impact Wrestling le fascina la lucha libre mexicana?
Impact Wrestling vuelve para quedarse en el ambiente de la lucha mexicana
Impact Wrestling nos citó el viernes 11 y sábado 12 de enero en Frontón México. Volvieron a casa con lo mejor de la lucha norteamericana para batirse en duelo con reconocidos representantes de la lucha libre mexicana. Los asistentes llegaron puntuales; ni el tráfico ni la lluvia los detuvo.
En la lucha libre lo primero en romperse es la madre y luego los estereotipos. Estamos en backstage y varios luchadores empiezan a calentar y estirar. Todos están ataviados con sus mejores galas.
Uno tiene panza, estrías y chichis; pero está depilado y trae un calzón de abuelita que contrasta con su tono de piel. Otro es musculoso y chaparrito, tiene una capa y trae leggings de esos “levanta-pompi”. Más allá, hay uno con una máscara muy estrafalaria que porta con orgullo; no se ve muy fuerte, pero derrocha carisma.
Del otro lado un hombre altísimo que parece fisicoculturista, también en calzones, luce unas calcetas largas. A su lado, un escultural Hulk está mejor depilado que yo y uno de sus brazos tiene el diámetro de mis piernas juntas. Luego, aparece otro en entallados pantalones, pelo en pecho y larga cabellera.
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Las mujeres no se quedan atrás, altas o chaparritas, todas lucen cuerpazo en la talla que sean; pero, sobretodo, una gran actitud. Cada centímetro cúbico de su cuerpo está empoderado. No sólo son una escultura de mujer, son dueñas de sí mismas y disfrutan y nos hacen gozar cada segundo en el ring. Leotardo, top, bra, jeans, mono, cargo, están a la moda; se ven cómodas y son fuertes —seguro hasta el garrafón de agua cargan.
Huele a maquillaje, a sudor, a cremas que te hacen brillar y los movimientos son recitados y luego ensayados.
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El ritual sigue. Cada luchador está en personaje y entonces llega el momento de salir a escena. El presentador les llama y el público los recibe entre vítores.
El tiempo del espectáculo apremia; los otros protagonistas también están listos para el ataque: el público, chela y papas en mano, calienta motores para alzarse en gritos.
En el ring, bajo el spot, comienza un duelo que nos traslada a la mágica realidad de la lucha libre.
La gente grita: «¡Lu-cha-do-res!», «¡Rómpele su m****!». El ritual empieza.
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